Llegar lentamente hasta los 102 años para morir deprisa
El camino de la vida es largo y el final parece inalcanzable, perdido en años lejanos en los que no queremos pensar.
Al principio lo recorremos ayudados por lazarillos que nos conducen por lugares seguros. Más adelante nos hacemos independientes y continuamos solos aunque tomando precauciones, porque sabemos que el camino está lleno de peligros: accidentes, violencia, enfermedades, falta de recursos…
Pero tenemos fuerza y, lo que es más importante, mucho camino por delante para poder rectificar o esperar tiempos mejores. Según nos acercamos a los años donde la sociedad ha colocado la frontera que separa la madurez de la vejez, nos volvemos más precavidos, nos damos cuenta de que el camino no está libre de obstáculos, como pensábamos, que nuevos peligros nos amenazan.
El más peligroso, una vez que se entra en la categoría de viejo, es el de la desconsideración de la sociedad y sus rectores. Para muchas personas viejo e inservible son palabras con el mismo significado. Los viejos son un obstáculo que impide el progreso de los más jóvenes.
Por eso hay que quitarlos de en medio, apartarlos para que no interfieran en el modelo de vida que han elegido las nuevas generaciones.
Muchos viejos que no pueden vivir independientes, por falta de salud, de recursos o de afecto familiar, no tienen otro remedio que aceptar recorrer el último tramo de sus vidas por los pasillos de una residencia. Se guardan en lo más profundo de sus miradas el dolor del desarraigo y buscan en cuidadores y nuevos compañeros el consuelo triste y la ayuda que necesitan para seguir adelante en paz.
Pero, la improvisación y la falta de respeto con la que muchos responsables del Bienestar social” tratan los asuntos de los más necesitados, llega brutalmente una tarde a la residencia y los viejos y sus cuidadores que se creían a salvo entre sus paredes, se ven sacudidos por quienes se empeñan en desalojarlos urgentemente alegando necesitar el lugar para un numeroso grupo de discapacitados, desalojados de otras residencias.
Esa terrible experiencia, seguramente la última tragedia de sus vidas, la vivieron hace unos días ancianos y cuidadores de una residencia de Carabanchel en Madrid. De forma precipitada, en menos de veinticuatro horas, se les dijo, a los que podían moverse, que iban a ser trasladados, que recogieran sus pertenencias: poca ropa, algunos recuerdos y muchas cajas de medicamentos. Los ancianos se asustaron, todos nos asustamos cuando nos ocurre algo sin saber porqué, y se angustiaron al enterarse de que les separarían en dos grupos para llevarlos a residencias distintas.
Las amistades de más de veinte años, los últimos amigos, se abrazaron llorando para despedirse. Nunca se volverán a ver. Muchos se desorientarán y no tendrán tiempo de aprender dónde están.
Una anciana de 102 años, Delfina Muelas, una mujer que aguardaba el final con la tranquilidad de quien sabe que es inevitable, pero con la esperanza de llegar a él de forma natural, murió víctima de la improvisación, empujada hasta el final de sus días por los que siempre tienen prisa.
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Escribir puede convertirse en una manera de manifestar solidaridad con los que se sienten despreciados.
Juan Mediavilla.
Escritor
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