«Navegamos en un mar amplio, siempre inciertos y fluctuantes, suspendidos de un extremo al otro.
Cada lugar en el cual pensamos echar el ancla y detenernos vacila y nos abandona, y si lo seguimos escapa a nuestra tentativa de posesión,
se escurre entre nuestras manos y se aleja huyendo eternamente.
Nada está quieto para nosotros. Es la condición natural y, todavía, la más contraria a nuestras tendencias.
Ardemos del deseo de encontrar un lugar estable y una última base segura para edificar una torre que se eleve al infinito,
pero nuestros fundamentos se agrietan y la tierra se abre bajo nuestros pies hasta los abismos más profundos».
(Blaise Pascal, «Pensées», nº 72)
A ti, que no sé si te acuerdas de que te quiero, pero al menos sí sé que lo intuyes.
Largo adiós
Me abrazas, mi amor, pero en ti solo veo el rostro de una desconocida. Me llevas de la mano por plazas y calles llenas de extraños que sonríen (¿por qué sonríen?) y saludan desde lejos con un vaivén de sus palmas (¿por qué saludan?).
Edificios desolados, fotos veladas, estatuas derretidas.
Subo hasta el sótano, bajo las escaleras que me llevan al desván… abro cada puerta, para aparecer en lugares insospechados. Y tú no estás en ninguno de ellos. Vuelvo a hacer girar la ruleta. No sé quién cambia las cosas de sitio cada día, es alguien infatigable. Se esmera, no descansa.
Por fin, encuentro mi caja de herramientas y saco un martillo. Lleno de clavos la pared para colgar retratos, pero no sé quiénes son los retratados. Lo hago de todas formas, mi amor, porque sé que te gustan y los contemplas con cariño.
Salgo a comprar algo que has dejado encargado. Abro mi cartera y allí estás. Tantos años conmigo y aún no he quitado de ese apartado transparente la foto de la modelo (cuyo nombre ignoro) que venía en ella cuando me la regalaste, para que nunca te olvidara, mi amor. A fuerza de verla, ya me resulta incluso familiar. Cuántas imágenes distintas para una misma persona.
Me siento a la mesa. Un puzzle está a medio terminar. Faltan los rostros, una vez más. Cuerpos sin cara. Busco, mi amor, pero no encuentro las piezas que faltan. ¿Deberían estar aquí, con las demás, verdad? ¿Por qué no están, mi amor?
Me desespero… Ya no me acuerdo de que olvido. Ya no me reconozco cuando hablo conmigo mismo.
Ya no sé si prefiero estar perdido sin saberlo, abandonado a mi deriva, o encontrarme conscientemente náufrago en la inhóspita isla (cada vez más inhóspita) en que alguien vuelve a despertarme otra vez de mi sueño sin memoria. Isla sin ley, donde se me priva incluso de la capacidad de perdonar, puesto que no recuerdo las ofensas ni sé a quién tuve por enemigo.
El cuerpo y el espíritu se van disociando, mi amor, hasta que no queda ni lo uno ni lo otro.
Hablo con los vivos. Pero debo de estar confundido, porque cuando les llamo por su nombre son ellos mismos los que me dicen que a quienes nombro murieron tiempo atrás. Los presentes me dicen que hablo de ausentes. Pero son ellos mismos. Lo sé. Creo que lo sé.
Empiezo a comprender que se han confabulado para gastarme una broma pesada, mi amor.
Pero soy paciente. En algún momento romperán ellos la coartada, se les escapará un guiño, se mirarán furtivamente, olvidarán algún detalle, se descubrirá su juego. Reirán ellos por el descuido y entonces reiré yo también, mi amor, por haberlos pillado finalmente. Y así obtendré mi triunfo. Reiremos todos y se acabará la pantomima.
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