OLVIDO
Probablemente se trata de uno de los lugares más tristes que he visitado a lo largo de los años. Lo bauticé como Olvido y todavía me encojo y lloro, amargo y salado, cuando a mi memoria vuelven fugaces imágenes de tan terrible lugar. En Olvido nadie recordaba nada y nadie conocía a nadie, algunos incluso habían olvidado el más primario de los instintos, el de alimentarse para sobrevivir.
En Olvido no había nombres ni recuerdos. En Olvido la memoria se marchó un día para no volver jamás dejando tras de si un inmenso vacío difícil de definir. Aquella gente era nada. No sabían lo que eran, eran una nada colectiva y hueca sin pasado ni presente, sin futuro, sin voz ni palabras, habladas o escritas. Eran nada y habían olvidado la inolvidable sensación de recordar las cosas.
Un bosque de miradas vacuas y suplicantes que anhelaban algo que no eran capaces de recordar y por lo que sufrían en silencio. Al igual que todo, también el sufrimiento se olvidaba. En Olvido la gente observaba muda, sin interés ni conciencia de lo que veían pues eran nada, tanto daba hombre que árbol, roca que agua, cielo que tierra. Ni sabían ni recordarían aunque se les enseñara. Eran nada.
No fue, sin embargo, el demoledor silencio y las miradas inertes lo que me impactó, no. Fue el miedo, auténtico terror, que sentí ante la posibilidad de que un día mis recuerdos y mi memoria, y con ellos mi esencia misma, decidieran dejarme y marcharse al lugar al que habían partido tiempo atrás los recuerdos de los habitantes de Olvido. Fue la certeza de saber que sin memoria, sin recuerdos, las personas devienen en sacos huecos, en autómatas sin nombre, en fugaz presente sin pasado ni futuro, en silencio. En nada.
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