Hace 10 años, el 31 de Julio, nuestra amatxo, cerró definitivamente sus ojos y, tras una década, he querido compartir el hermoso testimonio que le dedicó mi hermano Kepa.
«Un último beso»
Era también septiembre, cuando un día de hace siete años se perdió, poco después de celebrar sus bodas de oro, entre las callejuelas de una localidad mediterránea, azotada por el viento de levante. No supo volver al reencuentro con su marido. Se angustió, se angustió mucho; y un temblor silencioso comenzó a apoderarse de su figura enorme y hermosa. Callada y llena de ternura, comenzó a apagarse aquella tarde de levante, sin que nos diéramos cuenta casi hasta el final. Así es como inició un viaje de regreso a sus primeros meses de vida, mostrándonos hacia atrás el camino que había recorrido hasta llegar tan lejos. Olvidó los rudimentos del idioma castellano, y se fue refugiando en su única lengua, el euskera de Ondarroa, para más tarde rescatar en su habla la entonación de su Amoroto natal mediante fonemas ininteligibles que, al final, sólo dejaron un pequeño espacio para sus últimas palabras: bai y ez.
Las pronunciaba con asombrosa claridad, bai y ez, como si tratara de comunicarnos su descubrimiento: que, incluso más allá de la memoria, el ser humano cuenta con una guarida primigenia en tan drástica disyuntiva. Fuese cual fuese la pregunta, el bai como respuesta denotaba que en ese momento se sentía cómoda y dispuesta. Pero comprendimos que cuando respondía ez y lo reiteraba estaba invitándonos, simplemente, a dejarla en paz.
Cumplidos los setenta y siete, la matriculamos en la única escuela a la que fue en toda su vida: un centro de día del que nos traía abalorios de colores ensartados en un hilo interminable. Al principio se resistió a subir, sola, a aquel microbús que la recogía todas las mañanas y la devolvía, a la compañía de su marido, pasadas las cinco de la tarde. Eso, claro está, ocurrió en sus primeros días de clase. Pero luego el microbús se convirtió en el vehículo de su particular éxodo interior; de su viaje de regreso a la desmemoria. A las noches, deambulaba por el pasillo y las habitaciones de su casa, envuelta en un sinfín de prendas. Como si un frío irremediable la invitara a abrigarse; o como si temiera que alguien la despojara de sus pertenencias más humildes. Perdió la noción del tiempo, que se había convertido en una convención sin sentido para ella. Y ni siquiera la oscuridad la disuadía de sus idas y venidas. Es más, la noche sin luces se convirtió en su hábitat. Así fue hasta que el vértigo -el mismo vértigo que sintiera en sus primeros meses de vida- se apoderó de su andar ya pausado y rígido. Se volvió renuente al caminar, para acabar resistiéndose a dar un solo paso, aunque fuese del brazo de cualquiera de nosotros.
Quienes salimos de su vientre nos convertimos de pronto en sombras extrañas para ella. El hombre al que amó, durante más de sesenta años -y del que no se había separado hasta aquella tarde de levante-, acabó siendo ese acompañante anónimo que insistía en narrarle cuanto sucedía, por miedo a perderla de su lado. Nos fueron quedando sus manos grandes y temblorosas; aquellas manos poderosas en la estiba de los barcos de su juventud que ahora desobedecían al dictado nervioso. Y, sentada en una silla de ruedas, continuó ofreciendo su inmenso regazo. El mismo regazo, en el que nos arrebujamos en la niñez y que acabó acogiendo a su biznieto. Pero, por encima de todo, conservó sus labios, prestos para besar la mejilla que acercábamos a su boca, entreabierta a veces y otras, herméticamente cerrada.
A menudo, se ausentaba con un rictus de indiferencia; y permanecía así, adormilada o dormida, dando a entender que, en ese momento, nada de cuanto la rodeaba despertaba en ella el más mínimo interés. Otras veces, de repente, sus enormes ojos se abrían, como si hubiesen descubierto el infinito, mientras tratábamos en vano de acercar su atención hacia nosotros. En ocasiones, una risotada suya nos contagiaba de absurda esperanza y nos mirábamos embobados. Por momentos, su rostro traslucía un gesto de dolor, de desagrado, de incomodidad; un gesto cuyo significado éramos incapaces de descifrar. Pero nos hacía sospechar que tras esa plácida ausencia, se ocultaba un impulso eléctrico de consciencia y padecimiento. Ella, que caminó por la vida en una sola dirección, sin formularse preguntas sobre su destino, con la sensatez de quien había decidido no plantearse jamás problemas irresolubles, se debatía, en silencio, entre esto y el más allá.
Un día de julio, sus labios dejaron de besar las mejillas que le ofrecimos al despedirnos en el comedor de la residencia. Y poco después, en la madrugada de San Ignacio, decidió ausentarse para siempre tal como vivió, discretamente, huyendo así de un mal con el que nos acompañará durante décadas. Como si fuera una decisión libre, un último acto de consciencia. Como si intentara despertar en nosotros la duda sobre la pertinencia de esa utopía, que obsesiona al ser humano, en la tarea de prolongar su esperanza de vida. Como si tratara de rubricar su existencia finita, prescindiendo de realizar balance alguno del camino recorrido. Los años de escuela, que perdió para cuidar a sus cinco hermanos. Las canciones de la fábrica, en la que comenzó a descabezar anchoa a los seis años. Los juegos, interrumpidos por las obligaciones de la necesidad. Y aquellos juguetes que nunca tuvo. Quizá, por todo ello, se aproximó más a la felicidad, de lo que podremos hacerlo cualquiera de sus descendientes.
El uno de agosto, regresó a la tierra que la vio crecer, a ese otro regazo de la Virgen de la Antigua, dejando en esta tierra un ser sumido en la horfandad del hombre solo, que todos los días, a duras penas, se esfuerza en pasear su dignidad de viejo pescador. Los rasgos de sosiego, que legó a aquella hija, bautizada in extremis con el nombre de Maite, a aquella vida, que se le escapó de las manos y echó siempre en falta, viven hoy en los gestos, en el rostro y en las manos de sus nietas.
Kepa Aulestia
Publicado en EL CORREO, el 20 septiembre 2003, con motivo de la celebración del Día Mundial del Alzheimer.
Rosana dice
Me emocionó hasta las lágrimas! Qué excelente escrito, además…
Almudena del Avellanal dice
Efectivamente Rosana es emotiva y más si estas en esta situación, gracias por seguirnos y no dudes en consultar el variado material y documentación que compartimos, un saludo.
Rosa dice
Una carta llena emoción y de ternura… Un saludo.
Almudena del Avellanal dice
Rosa las cosas cuando se han vivido con amor, salen al escribirlas del corazón y el resultado es la ternura y emoción….. Un saludo.
Elba Morales G, dice
Real,conmovedora,tierna…