El abandono de los ancianos enfermos y las lamentables consecuencias que esta realidad depara
El gran escritor austriaco Stephan Zweig se suicidó junto con su mujer mediante la ingesta masiva de barbitúricos. Los cadáveres fueron hallados en la cama de su casa de Petrópolis, cerca de Río de Janeiro. Los Zweig habían tenido que ir saltando de un país a otro para tratar de preservar su libertad y su dignidad intelectual, sus bienes más preciados. Les pareció que era demasiado sufrimiento para unas personas ya mayores y privadas de la patria de la lengua y la cultura. Y tomaron su decisión.
El Alzheimer y otras disfunciones mentales que afectan a tantos ancianos son enfermedades que evolucionan de una forma terrible, tanto para los afectados como para los familiares y allegados y las personas que conviven con ellos. La realidad no es la que nos pintan en las televisiones con ocasión de cualquier «día de…» cuando se difunden las imágenes de ancianos felices jugando al parchís o entreteniéndose con dibujos. En el avance de la enfermedad empiezan arrancándose los botones de la ropa y acaban arrancándose sus propios dientes, hacen sus necesidades por sí, se resisten a comer y beber, pueden pasarse la noche dando gritos y arañando las paredes? No es sólo que no recuerden, es que no razonan, ni entienden ni comprenden.
En tiempos pasados, todos los enfermos permanecían en sus casas, hasta que sanaban o morían. La creación de los hospitales, huelga decirlo, fue un avance ya lejano de la humanidad con el que se proporcionaba una mejor atención médica, en un ambiente más higiénico y con una alimentación más adecuada, al mismo tiempo que se evitaba el contagio.
El Alzheimer es una enfermedad, no un asunto de malestar o bienestar social. El Alzheimer y demás alteraciones mentales que afectan a tantos ancianos tienen que ser atendidas por la Sanidad, pues se trata de enfermos, de enfermos con enfermedades muy graves, degenerativas y sin cura. No se puede tolerar la estafa masiva de que las residencias de ancianos hayan mutado en una suerte de «hospitales clandestinos». Un país, como España, que mantiene destacadas tropas en lugares remotos de Asia, que organiza expediciones a la Antártida, que mantiene deportistas de élite y los futbolistas más caros del mundo, que participa en la aventura espacial y viaja en trenes de alta velocidad, no puede permitir que los ancianos que han tenido la desgracia de tener Alzheimer o enfermedades similares se vean sometidos, además, a sufrir la evidente discriminación sanitaria, el maltrato y el saqueo de sus pensiones y ahorros, todo ello promovido y amparado por los poderes públicos.
Cuando Stefan Zweig y su mujer se suicidaron y la policía descubrió sus cadáveres, ni al más obtuso se le ocurrió decir, ni al más sensacionalista publicar, que tan trágica, lamentable y triste decisión era un acto de «violencia machista». Una persona de 86 años está para que le cuiden a él, máxime en un país con seis millones de parados y toda la juventud sin empleo. Cuando un celador mató con lejía a once ancianos, uno tras otro, de una residencia de Olot, no salieron estos hipócritas con ninguna «condena» ni, mucho menos adoptaron ninguna medida de vigilancia y protección, del tipo de las que tienen en sus despachos y casas, para que actos similares no pudieran repetirse en las residencias de ancianos de Asturias.
Es por todo ello que, desde la Oficina de Defensa del Anciano inerme por Alzheimer y otras demencias, si algo hay que condenar es la «violencia burocrática» y la necedad de los gobernantes que aboca a los ancianos, y no sólo a los ancianos, a tomar decisiones dramáticas e irreparables. Porque tan alto grado de desesperación no es sino una muestra del sistema y sociedad inhumanas e invivibles que desde el poder tratan de imponernos.
La Nueva España
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