Alzheimer, la flor del Iris blanca de la mente.
Este pasado sábado se celebró el día mundial del Alzheimer, enfermedad degenerativa y un tanto cruel que alcanza a cientos de miles de almas en España. Por eso, esta semana no voy a entrar en temas que generen excesiva polémica, ni a complicarme la vida con temas políticos -donde a veces salgo escaldado como es costumbre, por ser ese mí ser natural: irreverente y hasta un punto ácrata-, ni tampoco gacetilla excesivamente provocativa con crítica a la yugular imaginaria un tanto murmuradora e incendiaria. Dicho esto; aquí os dejo esta fábula imaginaria en forma de empática historia y medio cuento, que no resta verdad al dolor de la enfermedad ni al suplicio de las familias que escriben en su piel, día a día, al propósito que acompaña a este mal que de momento cura no tiene.
Alzheimer, la flor del Iris blanca de la mente.
Como un caminante desorientado, mirando a la nada, mirando al vacío, tarde en la noche, resbala por los pensamientos de la memoria más lejana, se enreda en donde la verdad ya no existe, cae al mar. Y le acompaña la sombra de la tela más oscura. El pincel ya no quiere plasmar más colores ni tintes de mates satinados en el lienzo de la vida. Porqué el olvido ya no evoca las caricias desnudas del misterioso recuerdo y empuje de los sentidos.
Antonio Capdevila está sentado en la arena de la playa mirando al mar, desalando el corazón, a solas. Antonio tiene setenta y dos años y una vida por completar aún sobre su pecho. Hace poco que ha empezado a olvidar los últimos momentos que no alcanza a recordar, persiguiendo sombras en su mente, de un vaso que bebía del néctar de albores de lozanía. Con la ventaja de qué el tiempo pasado no le remuerde la conciencia, porque tristemente no la recuerda. El Alzheimer es el borrador de los recuerdos que da inicio a la cascada de la pérdida progresiva de la memoria. Como en la jaula de los barrotes rotos, atrapado entre la hoja y la piedra. Pero el alma no es ciega, ni olvida, ni resta calidad de una vida merecida y ganada, y que sigue cogida y agarrada a la sólida materia que es el cuerpo. Valiéndose de un trozo de vida de nebulosa incertidumbre, que sólo brilla cuando se refleja en los espejos de la memoria. Fresca armonía que suena como en el instrumento de adagio; de tiempo y movimiento a veces descompasado.
Antonio Capdevila recuerda una canción de los sesenta, de aquellos guateques de discos de vinilo, que le trae confusos recuerdos de su lejana juventud. La juventud es como la lluvia que cae en la arena y, cuando cuaja, se agarra como una brida al recuerdo más lejano. A veces se impacienta y obedece al encargo del olvido y, a veces, con un poco de suerte, le renace a cada instante. De la brisa qué de dentro del mar viene, hacia tierra firme del poniente más lejano que parece que ventila. Llega el aire que le sirve de medida, de exhalación más que de consuelo en la verdad. Como huyendo del destino de un pretérito desorganizado. Los recuerdos se confunden, se mezclan, se mecen, se acarician, se emanan, porque probablemente bebieron de la fontana de una vida limpia de esperanzas y sabiduría de precedente pasado.
El cerebro es un misterioso bosque de neuronas impacientes y traviesas. De duendecitos encerrados en una alambrada, como una enredadera de bosques misteriosos que piden que les miren. Y la mente, la memoria que guarda el tiempo. El tiempo que ningún reloj marca por carecer de medida. La percepción sensorial dibuja imágenes de sensaciones confusas, donde el sol todavía vibra. Nada es indeleble al olvido, ni el dolor ni el placer. Ni el amor ni del rencor. Claustro de una sed que guarda el tiempo, imposibilidad de reflejar el agua del espejo olvidado de recuerdos de días transparentes. Pues ha de vibrar el alma como un cerrojo que cierra el círculo, como una verja, como parte normal del envejecimiento. Terrible embudo saberlo todo y no acordarse de nada. Ancha memoria desorientada pero a la vez iluminada. Porque es maravilloso llegar a viejo y sentir que tú puedes olvidar, pero los demás no te olvidan.
Sentado en la orilla de pleamar, encima de la arena, a Antonio un soplo de viento le rebota en su rostro, saboreando con el paladar de su conciencia el gusto salado del mar. Antonio se siente como aflojado de sus cadenas por unos momentos, de hechizado encantamiento por las mágicas nubes que asoman por el horizonte. Que le traen un poquito de ensueño, que le acarician el rostro deslizándose como una palma inocente y tibia. Y se siente trocado como una flor en paz, capaz de absorber un aroma impío, dándole fuerza para atravesar paredes de plomo, aislando como el muro. Y, aunque ya no fluyan las palabras encadenadas, éstas, como sintiéndose malheridas se defienden, no se rinden, no se doblegan porque son testigos mudos de tanta verdad que viene abajo recordando el camino.
Una silueta sombreada y que parece perdida por la arena se le acerca por la espalda, y posando su mano sobre su hombro, le dice:
– ¿Vamos?
– ¿Quién eres? ¿Eres el total olvido que viene a buscarme?– No, soy tu hijo. Y tú eres mi padre.
– Pues vamos hijo.
Que pronto será de noche cuando se desvanezca todo trazo de tenue recuerdo. El olor de las rosas pueden dar los amores y el sonido de las olas la esperanza posible de cura algún día. De un día, no muy lejano, para hallar la cura. Porque el alzheimer hoy puede ser un enemigo. Quizás algún día, quizás mañana, sólo un compañero de viaje en la vejez más merecida. Me da igual pensar en un final sin recuerdos que en un futuro sin huellas. Porque es maravilloso llegar a viejo y no sentirse culpable por ello.
Ambos, padre e hijo, se alejan cogidos del brazo. Remachando este momento con el amor que solo puede dar el alma abierta. Como una caja de música cuyos cilíndricos remaches están hechos de bondad, no de metal, movidos por el muelle de la esperanza que sólo abre cuando vuelve al sitio que perdió para que le ayude a encontrar el camino.
¡No!, nunca más seremos los que fuimos. ¡Será difícil despertar! Por eso recordaré el hoy cada día. ¡Despertar, despertar!, eso es todo. Ya no duele la mañana, el recuerdo derramado es el alimento. Y la memoria, diáfana y plana, la flor del Iris es la flor de la memoria, que no nace en lo más alto del acantilado sino en lo más profundo de este tinglado que es el recuerdo más diáfano.
Sergio Farras, escritor tremendista.
Sergio Farras | septiembre 23, 2013
Acerca del autor
Sergio Farras
sergiofarras@hotmail.com
Desde mi tierna infancia supe que sería criatura rebelde y criticona en la vida. Con los años y con lo que la vida empuja, con la experiencia y el consejo sabio de otros muchos que sabían más que yo, aprendí la noble virtud de escuchar y callar antes de hablar. Del cultivarse día a día con los maestros que plasmaron en papel escrito lo que, con la cartografía del alma, arrastraron en sus plumas manuscribiendo tantas verdades como vanidades. Con la humildad como mascaró de proa voy navegando en estos mares de las letras, pero sabiendo que el trabajo y la brega de la labor insistente y diaria ayuda. Quede claro este concepto. Intento siempre no perder la objetividad en mis críticas, por ser ésta indicadora de mejores entendimientos que de fatales enfrentamientos. La equidad siempre suele señalar el rumbo más apropiado y fiable. No hay verdades absolutas, sino diferentes maneras de interpretar los acontecimientos. Estudié y me formé en psicología, aunque mi vocación como escritor me pudo y me atrapó. Siempre he presumido de llevar una vida bohemia. Pero la edad, suele frenar las intenciones y uno va buscando el equilibrio como puede y como le dejan. Llevo escritos más de 150 artículos y algunas guías de viajes, dos novelas publicadas y algunos cuentos tremendistas que vagan por ahí sin meterse con nadie.
Foto: es.layoutsparks.com
susana dice
muy bueno,y robo una frase, un beso