Tu falda morada
Les he pedido una última hora a solas contigo. Al abrigo de miradas condescendientes y de un baile de pañuelos que me estaba incomodando.
¡Estás muy guapa, mamá! Como a ti te gustaba estar siempre.
Soy testigo privilegiado de esa calma que gentilmente otorga la muerte, durante las primeras horas de duelo. Tantos años tratando de recomponerte esa melena gris sin conseguirlo y ahora compruebo que unas manos extrañas han deslizado ese pequeño milagro sobre tu rostro, con las horquillas en perfecta alineación.
Después de compartir tanto tiempo a tu lado, me aferro a estos últimos minutos para transmitirte palabras que no te supe expresar cuando tu corazón aún luchaba por seguir con nosotros…
¡La falda morada! ¿Recuerdas? Era tu favorita.
Nunca te venía bien lavarla, mientras tu energía desbordaba aún hasta a tus nietos. Siempre estuve segura de que estabas a gusto en casa. Al morir papá, mis hermanos estuvieron de acuerdo: en casa de Isabel estará mejor. Se distraerá con los niños y, de paso, le echará una mano.
Todas las historias que a mí se me habían olvidado brotaban de tus labios con la facilidad de un experimentado cuenta-cuentos. Mis hijos se engancharon a tu voz como a un salvavidas, mientras su madre zozobraba en medio de una reciente separación, preparaba oposiciones y trabajaba media jornada.
Conseguías, mamá, dibujar las paredes de mi casa con esa misma sonrisa que ahora contemplo en tu rostro. Me gustaría tener el valor suficiente para pasar al otro lado y levantar la tapa.Vestirte con tantos besos que seguramente olvidé en el camino, y con esas caricias con las que arropaste a tus nietos y que yo te dejé a deber…Pero no soy como tú, cuando después de ayudar a morir dignamente a papá en sus últimos meses incluso ayudaste a vestirle con su mejor traje. (Siempre nos comentabas que te hubiese gustado vivir en el Antiguo Egipto, para ser enterrada con todas tus cosas…).
¡Pero que guapa estás, mamá!…
¿Sabes?: le he dicho a tu nieta que hoy se abre un nuevo capítulo en la historia de nuestra familia. La sabia naturaleza ya me tiene apuntada la primera en su lista y ese cordón umbilical que me unía a ella a través de ti, ha empezado su cuenta atrás para liberarse definitivamente. “Cuando la madre muere, intuyes que la siguiente en orden natural eres tú, y comienza la cuenta atrás”.
Alba, que es muy inteligente, así lo ha entendido. Recuerdo que fue una decisión consensuada. Mis hermanos vivían fuera de la ciudad: Ana aún estaba estudiando y empezaba una relación de pareja. Mi cuñada Carla ni siquiera dijo una palabra, pero sus ojos me indicaban con claridad que tenía que ser yo, que debía de ser yo quien se ocupara de mamá, puesto que ya vivía en casa. Si la enfermedad se prolongaba, ellos me apoyarían económicamente en lo que hiciera falta. En aquella época tan sólo empezábamos a intuir que algo no andaba bien; y la fatídica palabra apenas había asomado a la puerta, como queriendo colarse sin llamar.
Vestías la falda morada cuando una mañana no supiste regresar después de acompañar al pequeño al cole, y eso que te pedía que no lo hicieras, porque ya era mayor.
Recuerdo que también llevabas la blusa de volantes –color marfil–, esa que nunca se arrugaba. Me extrañó tu demora y aquellos golpes en la puerta. Un policia municipal te acompañó amablemente después de que recordaras, no sin dificultad, tu dirección. Ese día sentí que mi corazón se encogía tanto que por un momento mudaba de color, dándose la vuelta bajo mi pecho.
Lo vi claro entonces: el maldito Alzheimer estaba esperando su turno para compartir nuestra mesa.b¡Ya ves, mamá!…Nunca entendí por qué esta maldita lotería se tuvo que acordar de ti; si ni siquiera jugabas al cupón…
Tu lema era que a la suerte jamás hay que buscarla en los caprichos de una bola. Podríamos haber llegado a convivir con la enfermedad hasta doce años, pero creo que por suerte tu evolución fue más rápida, y las etapas fueron sucediéndose con poco tiempo para asimilar la siguiente.Ahora creo que tuviste que rascar –aunque fuese por una vez en tu vida– para pedirle al de arriba que, si ya no había remedio, al menos sufriéramos lo menos posible.
¿Te acuerdas, mamá?
Tus nietos empezaron a acompañarte en tus paseos: no podíamos permitir que volvieras a angustiarte al sentirte perdida. Aunque pasé días intentando prepararme mentalmente, no era fácil tener el papel que confirmaba el diagnóstico entre las manos mientras te veía reír y poder imaginar, a la vez, en lo quete ibas a convertir dentro de un tiempo más o menos largo: un ser extraño para nosotros.
Sé que para ti el tiempo ya carece de valor, pero aquí todavía nos peleamos con él. No sé los minutos que me quedan y tengo tantas cosas que decirte…
Los primeros meses pasaron deprisa, y tus pequeñas lagunas se iban transformando en océanos que devoraban tu memoria vital. Tuvimos una persona en casa para que te acompañara mientras yo trabajaba. Se llama Montse y también hoy está aquí, contigo. Había perdido hacía poco a su padre también de Alzheimer, y para ella fue como recuperarlo un poco en ti. Sus experiencias nos ayudaron a llevar a la práctica las pautas teóricas que ya conocíamos. Con ayuda jamás perdiste tu coquetería y reconozco, con envidia, que tenía mucho más duende que yo en las manos.
Me recreaba aún en tu voz que, aunque con reproches, sonaba tan bien en mis oídos…
Una tarde, un despiste tuyo a punto estuvo de costarnos un gran incendio en la cocina. El terror que me transmitió tu mirada fue un aviso de futuras experiencias aún más desagradables. Me decidí a dejar el trabajo pidiendo una excedencia sin fecha concreta, pasando a ocuparme de ti las veinticuatro horas del día. Los pasillos de la casa se transformaron en carreteras visiblemente señalizadas. Las alfombras quedaron desterradas y volvimos a recordar contigo los días de la semana, los meses y las fechas de cada cumpleaños, que colgaban de unos grandes almanaques por todas partes. Los relojes se fueron transformando en compañeros de charlas con esferas desnudas en las que fui dibujando tu tiempo, que a partir de entonces también iba a ser el mío. Tus nietos se tomaron como un juego el colocar carteles indicativos en cada habitación y las luces de emergencia fueron sustituyendo a las bombillas nocturnas.
La progresión de tu enfermedad la íbamos contabilizando en meses. Después nos pareció que te estabilizabas, y recuerdo que respiraba aliviada cuando todavía asentías con la cabeza al ver tu falda morada dormitando sobre tu silla. Pero tú seguías empeñada en marcharte ligera de nuestro lado, ligera como habías vivido, y estoy segura de que sufrías al imaginarte una futura existencia en estado casi vegetativo.Te juro que lloré con desesperación el día que tu voz se perdió irremediablemente por entre algún recoveco de tu cuerpo. Ahora, al mirarte despacio, y tenerte tan cerca, me doy cuenta de que era yo quien dependía de ti y no al revés.
Me agarraba al vacío desprendido de tus pupilas, como deseando regresarte conmigo, y casi siempre eras tú quien me deslizabas hacia eselado oscuro en el que la soledad nos humilla sin piedad. Tus nietos se fueron una temporada con su padre y nos quedamos irremediablemente solas. Era consciente de mis carencias para contigo, de que no te hablaba lo suficiente, al final casi llegamos a compartir el drama de la afasia. Ya no me conocías. Casi llegué a olvidar quién eras y, lo peor, quién era yo. Muchas veces me cabreaba con el mundo y lo pagaba contra ti, o utilizaba la ironía para recordarme a mí misma que no me podía dejar avasallar por esa compañera de nombre Alzheimer, que se había instalado de ocupa en mi casa y amenazaba con expulsarme a mí también. Me negaba a recibir ayuda de los míos; me debía a ti –me repetía–, nadie más que yo debía cargar con esa responsabilidad.
¿Sabes, mamá?
Fue muy duro sentir que la línea horizontal se iba torciendo para convertirse en una escalera sin peldaños a través de la que me arrastrabas de tu mano.
Después de una larga conversación con mis hijos, empecé a ver un poco de luz. Aprendí a dormir de día, porque durante las noches te angustiabas tanto que tus gritos remitían tan sólo con tus manos entre las mías. Aprendí a hablarte con mi cuerpo: mis palabras ya se habían encontrado con la puerta cerrada que conducía hasta ti. Mis manos volvieron a acariciarte de nuevo, a tratar de arreglar aquellos hilos color ceniza sobre tu rostro. Aprendí a darte de comer como a los niños. Y tuve que regresar casi hasta el biberón durante las últimas semanas. Pero ya tu tiempo se estaba agotando.
Te querías ir tan deprisa, que no esperaste a oír el final del cuento que estaba contándote.
Fue ayer, mamá, ¿recuerdas?
Me apretaste levemente la mano y ésa fue tu despedida; y la mía, permíteme que sea el tratar de acabar la historia que no pude terminar. Tiene un final feliz, como casi siempre: los nietos ya han crecido y están empezando a construir sus propias vidas.
Han confesado en secreto que guardarán con recelo unas preciosas historias que su abuela les contaba todas las noches y que relatarán a sus hijos. La protagonista ha hecho un pacto con la naturaleza para que su nombre se retrase en el orden de la lista, porque le gustaría llegar a ser una abuela tan estupenda como tú, mamá. Sé que has adivinado que te hablaba de nuestra familia, ¿verdad?
Voy a callarme, porque ya oigo voces que se cercan. Me retiro para que todos los tuyos puedan darte su último adiós. Estoy segura de que papá se emocionará cuando te presentes a su lado, tan guapa, y luciendo tu falda morada…
Maribel Ortiz
Leído en AFACO
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