Unos días con mi madre
Es media tarde. En el pequeño salón de casa, la luz llega oprimida, creando un ambiente casi de penumbra. Me acerco a la ventana y aparto el visillo. Fuera, enfrente, muy cerca, la arquitectura típica de esta parte de la ciudad: casas de dos, cinco o seis pisos, con ventanas simétricas y pequeños portales, a las que un cielo fundido con la insistente y fría lluvia uniforme de gris, difuminando perfiles y contrastes.
Suena la voz de mamá que, sentada frente a la tele, yo suponía inmersa en su mundo interior:
– Febreiriño corto cos seus vinteoito, se tivera outros catro…
– Non deixaba can nin gato – le contesto.
Se ríe, diciendo:
– Qué bien lo has aprendido.
Y añade:
– Este tiempo no me gusta nada, qué ganas tengo de que llegue el verano.
– Mamá, ¿qué te parece si preparamos un cafecito con leche?
– ¡Ay, parece que me has adivinado el pensamiento! – dice, animándose.
Me voy hacia la cocina. En el techo del pasillo, la vieja y pequeña lámpara hace volar mis pensamientos hasta el valle de Esmelle, donde viví y pasé mi juventud, vergel de infinitos tonos verdes que el mar prolonga con esmeraldas y azules. Han pasado más de treinta años, casi media vida en tierras de la meseta, de limpios cielos y pardas montañas, que refuerzan la espiritualidad. Pero en el riguroso estío la añoranza de nuestro mar se deja sentir como una necesidad biológica, sólo mitigable por el suave y efímero beso de sus plateadas burbujas o por la contemplación de su fuerza vital y su densa inmensidad.
Aquí, en nuestra tierra, se reavivan y renacen con fuerza sensaciones nostálgicas que yo creía muertas pero que sólo estaban adormecidas. Como en flash, vienen a mi mente un montón de recuerdos: la casa donde vivíamos; su porche, con los arcos de medio punto y los nidos de golondrina contra el techo; los dos jardincillos de forma cuadrangular donde sendas camelias de flores blancas y hojas verdes, de textura casi artificial, ocupaban sus centros geométricos; el olor a boj recién cortado; la vieja hamaca situada bajo el porche donde, tumbado largos ratos, daba rienda suelta a mis fantasías primaverales, siguiendo el bullicioso ir y venir de los insectos voladores, y la silenciosa danza de las mariposas, portadoras de fragancias mil.
Las rosas de finísimo terciopelo rojo y amarillo, las hortensias de azul celeste, limoneros, cerezos…, todo se va presentando en mi mente, absorto ante la ventana de la cocina que da al patio.
Un gato blanco y gris ceniza, que cruza la tejavana, me devuelve al momento actual y me recuerda que tengo que hacer el café.
El ruido de la cafetera indica que la olorosa infusión ya sube y su estimulante aroma ha debido de extenderse, porque mi madre entra en la cocina reprochando mi tardanza.
– Ya está el café, mamá –le digo– ¿Con qué lo prefieres, con filloas o con torta de maíz?
– Con filloas, que parece que a Divina no le han salido mal– me contesta.
Mamá últimamente tiene un poco acentuada su natural suspicacia y ni siquiera sus asentimientos o conformidades se escapan sin arrastrar un recuerdo o alusión a la desconfianza.
Nos sentamos en el salón, mano a mano, con los cafés, las filloas y la Torta de Guitiriz –que así se denomina la antes aludida–, cuyo rico sabor impide que me resista al pecado menor de la gula.
Damos buena cuenta de los ricos manjares y, como nos sobra tiempo de ocio, charlamos un poco, algo que para ambos es añoranza en los periodos de separación obligada. Como siempre, el estado del tiempo, no por ser tema trivial de conversación, es menos recurrente. A mamá le preocupa mucho, pues dice que según haga buen o mal tiempo así anda su cabeza: con tiempo neblinoso, ventoso o lluvioso dice encontrarse triste y aturdida; en cambio, con tiempo seco y soleado la alegría toma posesión de su ánimo y la claridad de ideas se traduce en una más abierta y favorable disposición.
– Mira –me dice acercándose un poco–, tengo que decirte una cosa.
Adivino en sus gastaditos ojos –que reflejan ochenta y ocho años de vida no fácil, transcurrida entre la ilusión, los avatares y la zozobra sufrida en la flor de su edad, luchando por la supervivencia, en Bilbao, bajo las bombas de la Guerra Civil un punto de inquietud.
Tomo su mano, anhelante de cariño, siempre cálida y dispuesta a transmitir su maternal amor, animándola:
– Dime, mamá.
– Pensaba que si hubiera tenido una hija, ahora estaría con ella y no tendría necesidad de estar atendida por personas extrañas.
– Quizá podría haber sido así, mamá, o quizá no, nunca lo vamos a saber. Pero… ¿acaso no hago yo de hija? ¿No soy capaz de ayudarte y hacer cualquier tipo de labor? –digo en tono humorístico, tratando de distraerla de esta preocupación casi obsesiva.
Sonríe compresiva, pero yo sé que en su mente se libra una batalla de antagonismos y tiene lugar una de tantas, en apariencia, contradicciones inherentes a la condición humana: la lucha entre el razonamiento lógico y los sentimientos, entre los caracteres de la mente “sapiens” y los de la mente “demens”.
Vuelvo a asomarme a la ventana. El mal tiempo persiste e impide la salida y el recomendable paseíllo.
Es otro día. El tiempo ha mejorado y luce una mañana espléndida. Desayunamos y decidimos dar un corto paseo. Después de vestirse, no sin antes probar diferentes prendas, peinarse, dar un toquecito de carmín a sus labios y algún que otro cambio más, todo ello con desesperante calma sigue tan presumida como en sus mejores tiempos, bajamos a la calle y nos encaminamos hacia la Ronda de Nelle, envueltos en el aroma de las olorosas empanadas, recién salidas del horno de la panadería de al lado. Enfilamos lentamente la bajada por la calle Agra del Orzán y percibimos el cada vez más ruidoso tránsito de coches, a menudo exacerbado por la irritante estridencia de los vespinos. Después de cruzar el semáforo en la Ronda de Nelle entramos en una zona de nuevos y acristalados bloques de pisos, lugar relativamente tranquilo con cómodos bancos que vienen de perlas para que mamá descanse un poco y recupere fuerzas.
En el trayecto la luminosidad del día es estimada, a cada paso, por mamá, en positivo contraste con sus reiteradas quejas cuando el tiempo no le gusta.
Desde este lugar observamos lo que podía haber sido una maravillosa vista si el irresistible empuje de la construcción urbana y nuestra orografía hubieran permitido proyectar una distribución horizontal de los edificios.
Mamá sigue alabando, incansable, las bondades bienhechoras de este día limpio, encantada con su esplendor y muy a gusto con el agradable calorcillo de la soleada mañana. Ahora me dice:
– ¡Qué bonita es La Coruña! A tu padre siempre le gustó y, al final, mira, consiguió que viniéramos a vivir aquí.
– Es verdad –le digo, dejándome seducir–. ¿Ves allá a lo lejos la Torre de Hércules, entre aquellos dos bloques de casas?
– Sí, la veo.
– Cómo impresiona su sencilla solidez y, sobre todo, el remoto origen de este faro, vigía perpetuo a través de los siglos milenarios, para navegantes de todo el mundo… –exteriorizo, casi en un monólogo, mis pensamientos, y añado:
– Aquella masa verde oscura de árboles, que se ve a la derecha, es el Parque de Santa Margarita, ¿no?
– Sí, y a esa iglesia, que hay ahí abajo, iba algunas veces a misa. Ahora ya no puedo porque son tantos años… ¿cuántos?–consulta, en este momento, en que la respuesta a su reflexión tarda en llegar.
– Los dos ochos, mamá.
– Ochenta y ocho, ¿verdad?, ya verás cuando llegues tú a ellos.
– Me gustaría, me gustaría, y estar tan bien como tú.
– Bueno, si no fuera por esta memoria…, pero hay que tener algo.
Viene a mi recuerdo, en este instante, la visita que en el verano pasado hicimos al monte de San Pedro y evoco la hermosa y extensa panorámica que desde allí se divisa. ¡Qué bien elegido y cuánta satisfacción produce aquel lugar, con su cuidado césped y el enorme cañón –sobre el que hicimos una foto– semejante, sino igual, a los que en otro tiempo no muy lejano artillaban las baterías de costa, ya desmontadas, del Cabo Prior, en las vecinas tierras de Cobas! ¡Cuánto me alegraría si este cañón fuera uno de aquellos, salvado de la fundación destructora, donde se supone que fueron a parar las históricas piezas, tan vinculadas a otro bello paraje de poético y añorado recuerdo!
Abandonamos el banco y decidimos tomar el camino de la vuelta a casa, muy despacito. Vamos cogidos del brazo y le pregunto:
– Mamá, ¿recuerdas la visita que en el verano pasado hicimos al Monte de San Pedro, desde donde disfrutamos de una vista bellísima de la ciudad y de toda la costa próxima?
– No, no recuerdo…
– Bueno, tendremos que volver este verano, pero ahora te voy a contar una cosa que me ocurrió entonces, en uno de los viajes, al venir de Madrid. Verás, fue lo siguiente: resulta que allá por las tierras de Ponferrada me paré en un apartado de la autovía para descansar un poco, comer y beber algo. Pues bien, cuando decidí reanudar el viaje se incorporó una acompañante que no me dejó hasta el día siguiente, y lo hizo precisamente en el monte de San Pedro. Yo vine hablándole todo el camino, pero no me contestaba ni hacía caso. Cuando llegamos se quedó dentro del coche y al día siguiente, como te decía, cuando abrí la puerta, allí arriba en el mirador, salió sin despedirse ni dar las gracias.
– ¿Y luego? Muy maleducada era.
– Pues sí, pero no hablaba… ¿Sabes lo que pensé? Que era un alma en pena, porque me pareció que cogía el rumbo hacia San Andrés de Teixido.
– Tú estás tonto.
– Bueno, es que… la acompañante era una mosca y…
– Anda, anda, vamos para casa, que cuando llegues a mis años no has de tener tantas ganas de bromas.
Seguimos, despacito, cogiditos, acompasaditos…
José Carlos Castro Tomé (AFA CORUÑA)
Únete a nuestro grupo PRIVADO en Facebook
Estos artículos pueden ser de tu interés:
Ayúdanos a mejorar…Escribe aquí tu comentario!