En un bosque mágico, había un árbol muy especial. Era el árbol de la memoria, y guardaba los recuerdos de todas las personas que habían vivido en el mundo. Sus hojas eran de colores, y cada una representaba un momento de la vida de alguien. Algunas eran verdes, otras rojas, otras amarillas, otras azules…
Entre las hojas del árbol, vivían dos pájaros. Eran un ruiseñor y una golondrina, y se llamaban Rui y Gola. Eran muy viejos, y habían estado juntos desde que eran jóvenes. Se querían mucho, y se dedicaban a cantar y a volar por el bosque.
Pero un día, Rui empezó a sentirse mal. Se le olvidaban las canciones, los nombres de las flores, el camino a su nido. Gola se preocupó mucho, y lo llevó al sabio búho, que era el guardián del árbol de la memoria.
-¿Qué le pasa a mi Rui? -preguntó Gola.
–Tiene una enfermedad muy grave -respondió el búho-. Se llama neurodegeneración, y hace que se pierdan los recuerdos poco a poco.
-¿Y no hay nada que se pueda hacer? -insistió Gola.
–Solo hay una cosa que puede ayudarle -dijo el búho-. Debes buscar entre las hojas del árbol de la memoria los recuerdos que compartisteis juntos, y traérselos para que los vea. Así podrá recordar quién es, y quién eres tú.
¿Y cómo sabré cuáles son nuestros recuerdos? -preguntó Gola.
–Los reconocerás por su color -explicó el búho-. Los recuerdos del amor son rojos, los de la alegría son amarillos, los de la tristeza son azules, los de la esperanza son verdes…
Gola entendió lo que tenía que hacer, y se despidió de Rui con un beso. Luego, se lanzó a volar por el árbol de la memoria, buscando las hojas que guardaban sus momentos más felices con Rui.
Encontró una hoja roja que mostraba el día que se conocieron, cuando Rui le cantó una canción tan bonita que le robó el corazón. Encontró una hoja amarilla que mostraba el día que tuvieron su primer hijo, un pajarito precioso que les llenó de orgullo. Encontró una hoja azul que mostraba el día que perdieron a su hijo, por culpa de un cazador malvado que les disparó. Encontró una hoja verde que mostraba el día que decidieron seguir adelante, apoyándose el uno en el otro.
Gola fue recogiendo todas las hojas que pudo, y se las llevó a Rui. Le mostró cada una de ellas, y le contó lo que significaban. Rui las miraba con atención, y poco a poco iba recordando su vida junto a Gola. Su mirada se iluminaba, y le sonreía con ternura. A veces, le cogía la pata y le decía: “Te quiero, mi cielo”.
Gola también le quería con toda su alma, y no se avergonzaba de expresar su pasión por él. Aunque Rui ya no podía cantar ni volar muy alto, seguía siendo su esposo, su compañero, su amante. Gola lo besaba, lo acariciaba, lo abrazaba, lo hacía sentir vivo. Y Rui respondía con sus gestos, con sus suspiros, con sus latidos. Así pasaron los días, hasta que un día Rui cerró los ojos para siempre. Gola lloró su pérdida, pero también celebró su vida. Habían compartido un amor eterno, que ni la enfermedad del olvido pudo borrar.
Gola guardó sus recuerdos en su corazón, y siguió adelante con la esperanza de volver a encontrarse con él algún día.
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