¿Para qué sirve la investigación?
25/11/09.- Ésta es una pregunta que nos hacen demasiado a menudo a los científicos. Directamente o disfrazada de las formas más impensables. Por ejemplo, en forma de un recorte del presupuesto estatal de investigación. Estamos en crisis, por tanto, hay que invertir preferencialmente en cosas necesarias o útiles. Por lo visto hay quien cree que la investigación no se puede clasificar en ninguno de estos grupos. Y no es de extrañar. Los científicos gastamos millones de euros en experimentos que, si hay suerte y funcionan, pueden pasar años antes de que se demuestre su importancia real. Una importancia más que relativa desde el punto de vista del usuario. Muchos de ellos no curan, no salvan, no revolucionan y no producen nada palpable. ¿Por qué seguimos tirando el dinero en este agujero negro que son los laboratorios? ¿Dónde están los dividendos de nuestras inversiones?
Salvador Macip es médico, científico y escritor. Se doctoró en Genética Molecular en la Universidad de Barcelona y trabaja actualmente en su propio laboratorio de la Universidad de Leicester, Reino Unido, donde es profesor de Mecanismos de Muerte Celular.
Ya se pueden quejar los implicados. Ya pueden los políticos recibir críticas desde las tribunas científicas más prestigiosas. Si queremos que nos escuchen, las peticiones tienen que venir de los ciudadanos. Y para eso alguien tiene que explicar antes a la gente de la calle qué hacemos cuando nos ponemos la bata blanca.
Porque mientras que el país entero no reclame que el dinero se use de forma inteligente, que se destine a construir un futuro que ahora quizás parezca lejano, que se dedique a incrementar nuestra riqueza intelectual y prestigio, la investigación seguirá ocupando un lugar destacado en la segunda división de las prioridades. Hay que obligar a nuestros dirigentes a mirar más allá de lo que va a durar su mandato. Innovar ahora y pensar en dónde estaremos dentro de diez años, antes de que sea demasiado tarde.
El problema sigue siendo el divorcio que hay entre ciencia y sociedad y aquí, por desgracia, todos somos en parte culpables. Los científicos hablamos poco y de forma confusa. Hay que ser comprensivos: es muy difícil resumir años de trabajo altamente especializado en un párrafo que pueda comprender cualquiera. Pero deberíamos esforzarnos más. De la misma manera, al otro lado del micrófono no deberían presionarnos para que buscáramos siempre aplicaciones directas a nuestros descubrimientos. Y esto lo tienen que entender también los lectores, que son al fin y al cabo los que piden las noticias que quieren leer.
A veces hay un uso evidente, a veces no, y no por eso es menos vital la pregunta que hemos conseguido responder. Sólo hace falta ver el listado de los últimos Nobel de Medicina o de Química. Este año se han premiado los descubridores de los ribosomas y los telómeros, hallazgos absolutamente vitales para entender cómo funciona la vida, como tantos otros, para comprender el mundo que nos rodea, de qué estamos hechos y que normas rigen cada célula de nuestro cuerpo. Pero no se pueden encontrar aún envasados en las estanterias de una farmacia, aunque incluso la nota de prensa de la fundación Nobel, anticipando lo que el público espera, se esforzaba en destacar algunas aplicaciones prácticas.
¿Para qué sirve entonces tanta ciencia fascinante (y cara)? El truco es que sin esta base no podemos seguir adelante. No podemos avanzar hasta el descubrimiento que nos traerá por fin la cura del cáncer o la píldora de la longevidad. El camino es largo y lento y hay que hacerlo paso a paso. Tenemos que entender que no todo en esta vida tiene una gratificación inmediata, algo que la sociedad del siglo XXI parece haber olvidado. Los rendimientos a largo plazo también existen y restarles importancia porque somos incapaces de ver más allá de lo que sucede delante de nuestras narices es uno de los peores errores que podemos cometer.
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