El sueño de esta prestigiosa neuróloga (Teresa Gómez Isla) es encontrar la llave que explique y cure el Alzheimer, esa enfermedad que amenaza a una de cada dos personas mayores de 85 años.
«Si no conseguimos un fármaco que retrase el avance, será catastrófico»
«La demencia es esa sensación de la desaparición de ti, quedándote tú»
Es delgada, viste gabardina berenjena, pantalón negro, camisa roja, melena lisa oscura con flequillo; es austera, no lleva a la vista aderezo alguno de joyas. Ha llegado de visita desde Estados Unidos para dos días de trabajo y hoy Barcelona le regala un cielo azulísimo y luminoso, ideal para pasear por los jardines del hospital de Sant Pau, que así visto luce cual sanatorio de infecciosos de antaño. Y sí, dice ella. Aire libre y plantas para mejorar la salud en un tiempo en que la salud tenía preocupaciones distintas. Visualizamos el ambiente mientras ella se presta a las fotos con pudor, hasta que un grupo de médicas de nueva generación con bata blanca van hablando entre los setos de la película Crepúsculo y la creciente pasión vampírica última, y nos desencuadran así la escena decimonónica. ¿O la cuadran? Ambas cosas quizá. Así es el mundo de la investigadora y neuróloga Teresa Gómez Isla, dual.
Aquí (en España) y allá (en EE UU), pero siempre en contacto y colaboración permanente; con atención simultánea a pacientes y laboratorio; intentando desentrañar esa red interactiva que es el cerebro, en busca de la llave que aclare el misterio de la enfermedad de Alzheimer (EA), la cure o la ralentice; lo que sea que evite ese deterioro cognitivo que amenaza nuestra vejez, ese gran mal que se sabe barre ya el mundo como una suerte de escoba impenitente: un 70% ha crecido en la última década. «Si no conseguimos dar con un fármaco que por lo menos retrase la progresión al menos unos años, sería catastrófico… y una de cada dos personas de 85 años los sufrirá«, dice. Sospecha doble también de la posible causa: dos proteínas (tau y amiloide, que se acumulan fuera y dentro de las neuronas, hasta que estas empiezan a dejar de comunicarse y finalmente mueren) serían hoy el principal enemigo a batir, péptidos cual vampiros, se diría, que se pegan a las neuronas hasta secarlas.
Investigadora de altura nacida en 1965, Gómez Isla anda ocupada en Harvard en ese espacio, digamos, cerebral: neurología eligió desde siempre o al menos desde que trató a los primeros pacientes con demencia y se dijo: «Les han robado todo lo que son». La curiosidad por el laboratorio le nació en una charla de una investigadora en un curso de la Universidad del País Vasco. «Allí precisamente acudiré este verano a impartir clase y ojalá yo sea capaz de contagiarle a alguien la misma ilusión».
Se aprecia que no le gusta posar para las fotos, le cuesta, y para relajar, charlamos. Y hablando del valor de lo físico, suelta: «¿Tù no te habrías parado en los 40 años?«. Se ve que ella sí. Luego le preguntaremos. Cuenta que sus hijos (tres, de 9, 10 y 12 años) y su marido, el también neurólogo Óscar Soto, van en el mismo paquete, todos juntos a todas partes, y la ayudan a poner el mundo en contexto:
«Debo vivir donde vivan ellos, eso lo tengo claro». Y después de abrirnos, y mucho, el apetito científico contando, entre otras muchas cosas, que ya se puede «recrear en un plato de cultivo en el laboratorio algo similar a lo que ocurre en un cerebro humano con la EA», nos tranquiliza ante una duda personal: «Si pierdes memoria por el estrés no significa nada». Así que, aligerados del peso de la hipocondría, al final concluimos que quizá nosotros tengamos los péptidos bajo control, quizá; pero lo que es seguro es que ella tiene memoria de caballo. Porque se marchó de regreso a Boston y dos días después nos mandó puntualizaciones: se acordaba de cada punto tratado, uno a uno, que fueron muchos y están aquí solo resumidos. Así que en su caso el padecimiento parece descartado o lejano. O ambas cosas.
¿Usted qué hace para prevenir el envejecimiento y sus males como el alzhéimer (EA)?
¡Trabajar para encontrar una cura que sirva a todos! [risas] Bueno, estar activa. No quiero trasmitir falsas esperanzas porque hasta hoy nadie ha demostrado que la EA se pueda prevenir. Procuro poner en práctica consejos que les doy a mis pacientes. Camino, dieta sana, me mantengo intelectual y socialmente activa, y miro a la vida con optimismo.
¿Le asusta pensar que algún día pueda padecer usted la EA?
No me lo he planteado. Evidentemente, si llegas a los 85 años… se sabe que la mitad de las personas van a sufrirla. Claro, me puede pasar, la edad es el principal factor de riego… Pero no es algo que me angustie, más bien me estimula para buscar solución.
Su paciente estrella, Pasqual Maragall, le dedicó a usted el Goya por la película sobre su vida de enfermo, ‘Bicicleta, cuchara, manzana’, en la que usted participó. ¿Qué habría sentido si no la hubiera recordado?
Nada. Estoy acostumbrada a que mis pacientes no se acuerden ni de la visita anterior. Siempre les digo que me cambié el pelo. Cuento con ello; cuando no ocurre, es un regalo.
El estudio del cerebro, ¿no da un poco de vértigo? Da la sensación de que se sabe tan poco…
-No, no creo que se sepa poco. Lo que pasa es que hay otros órganos a los que se les ha prestado más atención. Enfermedades como las cardiovasculares o el cáncer han salido mejor paradas; gracias a programas de prevención y detección precoz, ha bajado mucho su mortalidad en la última década. Pero en el caso de la EA ha crecido casi un 70%.
Pero en el territorio neurológico existe mucho el síndrome «Se cree que…». La incertidumbre…
Sì, pero es que en la EA, los factores de riesgo fundamentales son factores en los que no se puede incidir: cumplir años y tener historia familiar… Esto hace que tu riesgo sea mayor. Y luego, en el campo genético, se han empezado a identificar genes que en casos muy raros pueden dar origen a la EA, a veces antes de los 40 años… También se ha identificado un factor de riesgo genético en casos de inicio más tardío que es la variante 4 del gen de la apoliproteína E, y todo ello ha dado pistas que señalan a proteínas implicadas… Identificarlas las convierte en una potencial diana terapéutica para desarrollar fármacos. No tengo la sensación de que se sepa tan poco, piensa que en el caso de la EA pasó inadvertida hasta hace muy poco…
Sí, desde 1906… ¿No será que antes no se diagnosticaba?
Sigue habiendo mucha gente sin diagnóstico, ojo. Un porcentaje alto quizá tiene síntomas y no lo sabe. Antes era típico: «Ah, el abuelo no recuerda el nombre del nieto». Era normal. Ahora se sabe que no. Una persona puede vivir mucho y su cerebro tiene que seguir funcionando perfectamente, ser capaz de tener autonomía salvo que tenga una limitación motora de otro tipo. La EA no es parte del envejecimiento normal. La prueba es que hay gente que llega a los 100 años sin padecerla.
Su línea de investigación ahora es analizar cerebros de gente que tiene lesiones, pero no desarrolla síntomas…
Sì, cuando empecé mi tesis, la pregunta era por qué alguna gente padece la EA. Y he querido darle la vuelta. ¿Cómo es posible que algunas personas sean capaces de soportar lesiones y no tener síntomas? Se trata de ver qué pasa en el cerebro de individuos con lesiones típicas de la EA, pero que nunca llegaron a desarrollar una demencia, ver si existen en ellos mecanismos que han permitido que las neuronas sigan vivas y funcionando. Eso puede dar pistas sobre fármacos que puedan imitar lo que ocurre en ellos.
Y para desarrollar esto, usted necesita cerebros de gente que no haya mostrado síntomas. ¿Cómo los consigue?
Bueno, la gente es generosa. En EE UU hay una red de centros acreditados en los que se atiende no sólo a enfermos, sino también a personas sanas que están dispuestas a donarlos; yo les hice esta propuesta y nos apoyaron, y coordino distintos centros buscando cerebros de estas características, que son pocos. Quiero seguir en España, que otros se sumen.
En 2007 se hablaba de 70 fármacos en prueba y aprobados; hoy solo hay cuatro. ¿Y los demás?
Fracasaron. Hoy hay como cien en ensayo. La diferencia es que los que diseñan hoy, y tras haberse conocido la composición bioquímica de las lesiones (que es algo reciente), no son para aliviar síntomas, sino para intentar interferir o detener la progresión de la enfermedad. Evidentemente, es posible que sigan fracasando muchos, pero yo creo que ahora mismo no se están dando palos de ciego. Los fármacos se están dirigiendo contra determinadas proteínas, intentando que no se acumulen, eliminarlas, promover que las neuronas sigan vivas y protegidas, y no solo intentando que no progrese la pérdida de memoria.
Se ha oído citar la palabra vacuna…
Pero se usa de forma incorrecta. Se realizó un primer ensayo hace años… pero se paró; hubo un 6% de casos de encefalitis. Lo que se hace ahora es intentar con un trocito de ese péptido amiloide conseguir que el organismo fabrique anticuerpos para eliminarlo del cerebro. Se está ensayando. Creo que estos resultados son importantes y se sabrán el año próximo, porque desde hace un tiempo la hipótesis más aceptada es que lo que desencadena la enfermedad es el acúmulo de ese péptido… Y si esa ruta no es la acertada… pues hay demasiado invertido ahí.
Supongo que hay muchos intereses en las farmacéuticas, porque la que de con la medicina milagro…
Sì. Pero debemos replantear la manera de hacer los ensayos clínicos en la EA: duran un mínimo de un año o dos, implican una cantidad ingente de dinero y las esperanzas de mucha gente… Y para una compañía, si ese es su fármaco estrella y fracasa, le puede llevar a la ruina. Hay que hacerlos en menos tiempo y coste.
Imagine que tengo síntomas: no recuerdo frases, ni palabras, creo estar enferma… ¿Qué debo hacer?
Ir a un especialista que los evalúe; si ve indicaciones de problema cognitivo, te mandará pruebas de sangre, de imagen, evaluación neuropsicológica para medir esos déficits supuestos, y que deben además ser corroborados por alguien que te conozca bien. Y, sobre todo, excluirá que haya causa potencialmente reversible. Por ejemplo, que tu tiroides esté fallando o que tengas déficit de vitamina B12… cosas que se pueden corregir. Sabemos hace ya tiempo que la enfermedad empieza diez o más años antes de que tú tengas el primer olvido.
El objetivo es diagnosticar lo antes posible.
Sì, intentar predecir, encontrar lo que se llama biomarcadores, esa sería mi mejor previsión de futuro. Te doy dos ejemplos, que lo son para otros males y que todo el mundo conoce: la glucosa para la diabetes y el colesterol para los vasculares… Para la EA podrían ser patrones de metabolismo cerebral, trazadores capaces de marcar y hacer visibles las placas de la proteína amiloide; mediciones del nivel de amiloide y tau en el líquido encefalorraquídeo… Todos se están intentando validar. Es fundamental.
Al oírla contar esto, se le ve la pasión por su oficio. ¿Cuándo supo que quería ser neuróloga?
No fue por nada especial, pero sí recuerdo que los primeros pacientes que vi con demencia me impactaron, fue la sensación esa de la desaparición de ti quedándote tú. Ya lo decía Maragall: «Morirse en vida».
Es este un sector de la investigación un tanto frustrante. ¿Cómo lo vive usted?
Como una bomba de relojería, casi. Yo no sé si alguien se tiene que sentar y planteárselo… porque esto sí que colapsará el sistema sanitario. Convierte a millones de personas en dependientes, y entonces ¿quién las cuida? Por eso hay que curarlo. Yo lo tengo claro: cuando voy a la consulta, pongo mi interés en cuidar, no puedo hacer otra cosa; pero al salir, lo que quiero es curar, es el objetivo. Porque no es lo mismo una persona que se vale por sí misma, llega a los 85 y se muere de infarto, que otra que desde los 60 es dependiente. Con algo que retrasase el inicio de la enfermedad… la prevalencia se reduciría de forma muy significativa, la gente se moriría siendo ellos mismos.
¿Se descartan factores de estilo de vida, lo que comemos, aditivos, plástico…?
Factores ambientales se sospechan. Debe haber. Seguro. Esta no es solo una enfermedad de gente mayor. Hay un 10% de pacientes que tienen los síntomas antes de los 60, y en esos casos puede haber factores genéticos y otros que aún no se han identificado. No hay una causa del alzhéimer… hay múltiples causas. Se estudian los efectos de una dieta sana, o de mantenerse intelectualmente activo, pero piensa la cantidad de gente activa que aun así desarrolla la enfermedad…
¿Cómo hace usted para conciliar? Tiene tres hijos, está aquí y allá…
Óscar Soto, mi marido, es la clave. En mi casa, el delantal no tiene talla. Èl trabaja en otro hospital. Nos hemos movido mucho, pero siempre juntos. Yo me dedico de aquí para arriba, y él, de aquí para abajo [señala el cuello]. Él, a patologías neuromusculares, y yo, a demencias.
La neurocirujana Rita Levi Montalcini decía que había tratado siempre de conciliar dos aspiraciones irreconciliables: la perfección en la vida o la perfección en el trabajo. Y descubrió el valor de la imperfección en ambas. ¿Qué opción ha elegido usted?
Ser imperfecta. Y me ha costado. Ahora me frustro mucho menos. Porque un rasgo de mi carácter es ser competitiva. En mi familia, claro, no hay nada imperfecto, para mí es la felicidad absoluta. Ahora, si dices: «¿Te gustaría tener más tiempo?». Pues sí. Me he organizado, hago más en menos… Creo que cualquier madre se ha visto en las mismas. Estar pensando en los disfraces de los niños y en el objetivo número tres de la beca que estás pidiendo, y al hacer la cena pensar: «Ay, que me tengo que leer esta tesis…». Pero he aprendido a ser más benévola. Antes quería que el día tuviera 48 horas y ahora acepto 24.
¿Ser mujer le ha marcado de alguna manera?
Yo nunca me he sentido discriminada por serlo. Ni aquí ni en EE UU. Muchas mujeres sí, se quedan por el camino en su carrera. No sé la razón. Pero en el mundo de la investigación hay y ha habido muchas investigadoras; mira Rita Levi, que es además un excepcional ejemplo de persona centenaria con una mente brillante. Pero es verdad que por algún motivo en el mundo por el que he pasado había fundamentalmente hombres… Estoy acostumbrada. Mi marido es la prueba de que la igualdad existe.
¿Hay tan buenos investigadores en España como para exportar tantos?
Sì los hay. Buenísimos. Pero no hemos sido capaces de transmitir a la gente de la calle el mensaje de que la investigación es fundamental, de que apostar por ella es apostar a caballo ganador. Aquí esta idea no se tiene clara. En EE UU es distinto. Cuando a un paciente o a su familia les has explicado todo… tú sabes que has conseguido conectar cuando preguntan: «Y yo ¿cómo puedo ayudar?». Esto ha calado. La gente participa, se siente parte del problema pero también de la solución. Aquí tengo la impresión de que esperamos a que alguien nos solucione esto… Pero, por otro lado, allí los enfermos están más solos. Las familias viven muy separadas. Cuando un día le dices a un paciente: «Mire, que no puede usted seguir conduciendo…», es una tragedia. En cambio aquí, siempre hay alguien cerca, aunque esto también pasa factura, ahí está la otra parte del sándwich: los cuidadores. La mayoría siguen siendo mujeres. Es típico lo de cuidar al cuidador, pero sí, para poder cuidar hay que cuidarse. Son personas que se deprimen más, tienen más ingresos hospitalarios, patologías mentales y físicas… El estrés emocional y físico es brutal. Algunos te dicen: «Yo ya me despedí de mi padre hace años». Y el fallecimiento de esa persona para la mayoría es una liberación. Yo les digo que no deben sentirse culpables por eso. Otra diferencia son los afectos físicos. En EE UU se manifiestan distinto. Yo, cuando acabo la consulta, les doy dos besos, lo típico…
Y claro, eso se ha popularizado y usted tiene la consulta llena.
Ja, ja, sí, se sorprenden. Pero lo que les intento decir es: «Estamos en el mismo equipo». Si en España fuéramos capaces de convencer a la sociedad de que necesitamos investigar para encontrar una solución, que se puede ayudar…
Si alguien quiere ofrecerse voluntario para la investigación, ¿qué debe hacer?
En el Massachusetts General Hospital hay una web del Centro de Investigación de la EA (massadrc@partners.org). Y en el Instituto de Investigación Hospital San Pablo (FfernandezH@santpau.cat) se ha apostado por la investigación. Una de las cosas por las que estoy en Barcelona es por impulsar un programa de intercambio que permita eso que a mí me costó tanto, y conseguí por cabezonería: ser médico e investigar a la vez. Intento abrir camino, contribuir a formar expertos españoles en la EA. Hemos puesto en marcha un programa que conecta cuatro centros, dos en Boston (Massachusetts y MIT) y dos en Barcelona (San Pablo e Instituto Químico de Sarriá), que permite que jóvenes neurólogos e investigadores básicos vayan a formarse a EE UU y luego regresen. Estas dos vías a veces se separan en exceso. O eliges ser médico, o investigador, pero juntas te las tienes que fabricar tu… El sistema no te ayuda.
¿Qué ha supuesto Maragall para usted?
-Èl es uno de esos pacientes que te he descrito antes, que te dice: «¿Cómo puedo ayudar?». ¿Y cómo puede? Pues como lo ha hecho. Alguna gente dice: «Tiene que enfermarse alguien famoso para que se hable de nosotros». Bueno sí, así es. Le respeto mucho, ha sido muy valiente y generoso. Habría sido más fácil para él vivirlo en la intimidad… porque no deja de ser una enfermedad con estigma. Y creo que esa es una de sus contribuciones, desestigmatizarla [en el filme se veía cómo ella le prevenía: «A partir de ahora te van a tratar como un enfermo»]. Al hacer público su mal, llevaba un mensaje de esperanza a muchos. Su esposa e hijos se enfrentan a una situación dura, como tantas familias. Y lo cuentan muy bien. La gente que ha ido a verlo se siente identificada, las mismas dudas, preocupaciones… Carles Bosch, el director evitó inspirar compasión, quiso dar información.
¿Cómo es el día a día de la investigadora Gómez Isla?
-Cada uno distinto, pero siempre empieza saliendo por la puerta a las siete… En general, voy primero al laboratorio. Y allí mi tarea ahora es el diseño de proyectos y la petición de becas para financiarlos, la supervisión. Otros hay sesiones. Y si es un día de clínica, visito pacientes. Entre medias, me acerco a los platos con las células, al microscopio… Si lo echo de menos, voy, y entonces mis estudiantes me dicen: «Largo, largo». Yo también lo hacía con mis maestros.
¿Qué personas la han marcado en su carrera?
-Nunca se lo pude agradecer porque murió: el que era tutor de residentes, Julián Tejerina, porque fue una de las poquísimas personas que no pensó que habíamos perdido el juicio al querer irnos tras la residencia. «Nunca vais a volver a tener un trabajo fijo», nos advertían. Y él: «Seguid, no miréis atrás». También Justo García de Yébenes. Y otros importantes allí, en EE UU, B. Hyman y J. Growdon. Y conocer a Fisher y Adams. Uf, son autores del tratado que todos los neurólogos estudiamos. Sentarse con ellos fue increíble, y su actitud, una gran lección: la humildad, el respeto, la atención con que escuchaban a alumnos de primero…
Ah, me recuerda eso al discurso de Steve Jobs en Stanford. Sì, es una de las mejores cosas de EE UU. La autoridad se deriva del respeto. La invitación a no seguir el camino trillado, a aprovecharlo todo. Por ejemplo, aquí la gente se jubila y se acabó, y entonces ¿qué? ¿Esperamos 30 años a morir?
No, allí se hacen voluntariados, se aprovecha la sabiduría en consejos de expertos. Debería poderse copiar y pegar porque funciona. Se ha creado una cultura que sobrevalora la juventud. Cuando no lo eres, tienes que desaparecer, pero tu cuerpo quiere seguir aquí… Y si las estadísticas se cumplen, en 2030 un 20% de la población tendrá más de 65 años.
Teresa Gómez Isla estudió medicina y se especializó en neurología en Madrid. Luego marchó a Boston, fue investigadora en Minnesota (EE UU) y más tarde puso en marcha las unidades de memoria de la Universidad de Navarra y del Sant Pau en Barcelona. Colaboró en los inicios de la Fundación Maragall.
«Esta foto refleja una edad en la que yo combinaba estudios de EGB con clases de piano. Al empezar la carrera tuve que elegir ser buena médico o mala médico-mala pianista. Opté por lo primero, y esto me generó durante años una gran frustración. Cerré mi piano y no lo abrí hasta mucho después, para enseñarles a mis hijos sus primeras notas. Pero mi piano me acompañó siempre en las mudanzas. Con el tiempo, decidí ser menos exigente conmigo misma y compaginar ser madre sin renunciar a mi carrera, aunque eso implicase apostar por la imperfección».
Fotos y artículo extraídos de: elpais.com
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