Viejo útil, viejo feliz.
Nuestra sociedad, con la más sana intención, ha inventado una categoría humana: «la tercera edad». Las personas que cumplen los 60 ó 65 años van siendo encasilladas en una condición de «pasivos». De eso se desprende que la sociedad estima que ya no tienen la capacidad para estar activos. Pero la naturaleza humana no es así.
El psicólogo Bertrand Gross establece que una de las necesidades de supervivencia es la de actividad, junto con las fisiológicas y de seguridad. Si no se satisface dicha necesidad la vida se degrada y corre peligro de extinción. Conocido es el caso de los jubilados que dejan todo tipo de actividad y se refugian en sus penas solitarias. Les espera un desenlace triste, rápido y categórico: la muerte anticipada. ¿Cuántas cosas dejarán de hacer, de gozar, de descubrir?
Felizmente, hoy día hay una mayor preocupación sincera por los ancianos. Se les organizan cursos, actividades recreativas y de desarrollo especiales. Se los prepara para asumir la vejez con dignidad. Nadie puede negar que esto ya es un logro. Pero, mi opinión personal es que debemos cuidarnos de no «acorralar» a los viejos en reductos o reservaciones. De esa manera los estamos señalando como diferentes a la normalidad, destacando sus limitaciones. Recuerdo que estando en una fila del Banco del Estado había un cliente que, a simple vista, se apreciaba que era mayor de sesenta años. Se le acercó un guardia y le informó que había una ventanilla especial para la tercera edad. El afectado, bastante molesto, le contestó que no le interesaba que le recordaran su edad.
Pienso que la sociedad moderna debiera cambiar su percepción de la vejez. Hay culturas en que los ancianos son respetados y valorados por su sabiduría y experiencia. Existen consejos de ancianos sin cuyo beneplácito no se adoptan decisiones importantes. Nadie osaría burlarse de un anciano ni privarlo de dar un consejo ni de dificultarle la realización de algún trabajo -cuando su salud mental y física así lo permita-. Tenemos el caso de cantantes que continúan siéndolo a los ochenta años y su público los sigue aplaudiendo. En nuestro ambiente, en cambio, nos deleitamos haciéndonos bromas descalificadoras respecto a los que van teniendo más años. A un cantante que asome a los 60 no lo dejan pararse en un escenario, so pena de silbatinas y abucheos, aunque conserve la calidez de su voz y las ganas de expresarse. Y así sucede con diversas actividades en que la gente mayor se ve restringida en sus necesidades de realización. Se ha llegado al ridículo de impedir el ingreso a un Pub a 5 damas por no ser jóvenes ni bonitas. Ya sabemos que en Chile el que tenga la desgracia de quedar sin trabajo después de los treinta y cinco años le va a ser muy difícil conseguir un nuevo empleo semejante. ¡Qué decir para el que haya pasado los 40 ó 50! Ahora se propone un seguro de desempleo, pero eso no aborda el fondo del problema. Lo que el desocupado necesita es estar activo, volver a sentirse útil, conservar su autoestima.
En el libro ‘El País de las Sombras Largas‘ se cuenta el caso de una joven pareja de esquimales, que vivían con la madre de la mujer. Esta anciana colaboraba en lo que podía, principalmente ablandando a masticadas los cueros, tarea indispensable para la vida en esas latitudes. Con espanto comprobó que los pocos dientes que le quedaban se le soltaron irremediablemente. Siguiendo las costumbres polares, cuando los ancianos quedan sin dientes y por lo tanto inútiles para ese tipo de trabajo, son llevados a un lugar apartado y dejados a su suerte. Ese destino no es otro que morir en las fauces del oso polar y esperar que sus parientes lo cacen y así volver al hogar, en forma de alimento y abrigo. En este caso, el esquimal llevó a su suegra a su destino, cumpliendo la tradición. Cuando volvió al iglú se encontró que su mujer acababa de dar a luz un sano varoncito. Pero la alegría fue efímera, ¡el niño había nacido sin dientes! Dentro de su inexperiencia juvenil les pareció una tremenda desgracia. En esa circunstancia, lo primero que se les ocurrió fue ir a buscar a la abuela y lo más rápido posible, antes que llegara el desenlace fatal. Felizmente la vieja aún estaba viva y, al enterarse de lo acontecido, le aseguró a su yerno -astutamente- que ella sabría hacerle salir dientes a su retoño. Vuelta al hogar ella empezó a practicarle masajes en las encías con lo que ganó varios meses de sobrevida, cumpliendo tan «fundamental misión».
Ojalá que a nuestros viejos jamás les falte un motivo para seguir vivos… y satisfechos.
FOTO: Enciclopedia de la Vida, Ediciones Bruguera.
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