«Ojalá ya no me peses»
Alimenté durante años mis peores pesadillas reviviendo con los peores abonos el fruto del martirio.
Recordé que me pellizcaron, las piernas, la paciencia y hasta el alma. Fui sirvienta, confidente y enfermera, hasta que no fui nieta.
Fui el punto sobre la i de la insolencia, la enfermedad y el hastío. Fui una vorágine de madurez en un reflujo del ciclo de vida, sin mejor fin que el de la muerte.
No fui feliz.
Nutro con cada fétido flashback la historia de mi abuelo en una, por desgracia, no metafórica cagada existencial. Se fue del mundo como vino, cagándose en un pañal.
Por desgracia, la época de los orgasmos quedaba más cerca siendo un infante (ya que fruto de ellos espero, nació).
Por desgracia, los balbuceos no eran infantiles e inocentes, además contenían el triste tinte de alguien que si había sabido hablar.
Por desgracia, el papel de cuidados quedó invertido retando así a la naturaleza misma con un malsonante “por mis cojones”.
Si me pusiera en tu papel, querría saber hasta dónde habría aguantado sin rozar la locura. Me duele tu enfermedad, me duelen tus cuidados, me has dolido tú; secretamente te castigo por ser el sujeto paciente de un criminal a quien llevabas en tu piel; a quien yo alimentaba, estimulaba, con el que cargaba…
Me duele recordarte, y ahora sí, envidio tu suerte de Alzheimer. Ojalá ya no me peses.
Cuidándote me encuentro odiándome/te y culpándome. Y aunque me dicen que no fue nuestra culpa y normalizan aquello que pasó, querría librarme del cautiverio de mi mente y su puta buena memoria…
Quiero recordarte libre, íntegro, vivaz y abuelo. Ojalá ya no me peses.
Aun así todo respetaré tu memoria si aún puedo recordarte mirando con orgullo la camisa recién planchada que sabías, te iba a poner.
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